Mensaje, consejo, impacto.

Juan Ignacio Barenys. Economista. Director de Eskpe-oDati

“Para ser comercial hay que ser un poco mentiroso”, piensan – y, a veces, dicen - los sufridos colegas de las áreas de producción y gestión. Es un reproche tan antiguo como la existencia de la división de funciones en la empresa; unos dejando volar la desbordante fantasía y otros anclados en el empirismo rotundo. No por viejo el reproche es siempre cierto, aunque bien es verdad que para dar base a esta acusación corren por ahí algunos ejemplares de comercial descerebrado que con tal de alcanzar las cuotas de venta, embolsarse sus incentivos o simplemente apuntarse un tanto, no tienen el menor reparo en prometer lo que no pueden, hablar de lo que no saben y aun vender lo que no existe. Pero, en honor a la verdad, no es lo que más abunda. Me inclino a pensar que, por el contrario, los colegas “productivos” exageran su prudencia, defienden a menudo posiciones cómodas y, sobre todo, se atrincheran en el pánico que sienten hacia ese maquillaje que son, en realidad, las mentirijillas comerciales que pretenden sugerir, invitar al galanteo y, en definitiva, seducir, es decir: vender sin que se note la necesidad de descubrir todo aunque lo que acaban enseñando, a veces, es más que todo.

Quizás por eso, hay que justificar – no sin ciertas reservas - al comercial que, por definición, ha de ser muy imaginativo y creativo, de forma especial en los turbulentos tiempos que corren, en los que abrir una puerta, conseguir una visita o, simplemente, lograr que no te cuelguen el teléfono a cajas destempladas, resulta harto difícil y requiere echar mano de los más tentadores recursos. Sin embargo, cuidado. Toda recomendación que tienda a la mesura es poca porque, si no se tiene cuidado, de la imaginación a la exageración hay poco trecho, y de ésta a la falsedad, menos.

Por esta razón, por no medir bien las distancias con los escrúpulos, mi carrera profesional como comercial en una consultoría tecnológica resultó poco brillante. Lenta e imperceptiblemente, me convertí en un mentiroso compulsivo e inútil. Cuando tomé conciencia de ello, yo mismo decidí abandonarla antes de encontrarme en mi mesa con un despido procedente alegando reiterado incumplimiento de los objetivos que me iban señalando. Corría el año 2003.

Recuerdo que, cuando tenía que hacer la presentación de mi empresa a un cliente, al principio decía que nuestra plantilla era de unas treinta personas. Sólo por aparentar inútilmente. Pronto pasé a decir cuarenta, casi cincuenta, alrededor de ochenta y… unos cien. La realidad es que el número de profesionales que teníamos en la empresa estaba estabilizado entre quince y veinte, desde hacía varios años. Por si fuera poco, un producto de software recién salido del horno resultaba que yo lo anunciaba como instalado una docena de veces, varias de ellas en empresas del mismo sector y parecido tamaño que la del interlocutor y, por otra parte, las cifras de facturación generadas habían crecido en el año 2003 un cuarenta y siete coma cinco por ciento (así de preciso el dato) con respecto al ejercicio anterior, que ya había sido excelente. Al principio, estas informaciones las sacaba a colación como respuestas a preguntas que me formulaban. Creo que, a veces, titubeaba un poco pero, a medida que me fui enamorando de mi discurso, formaban ya sólida estructura de una presentación bulímica que nadie me había solicitado y que yo soltaba sin el menor sonrojo. Los productos cubrían todas las necesidades, los descuentos aplicados en cada caso eran especialísimos y exclusivos para ellos, y los plazos prometidos eran los adecuados y habituales para este tipo de proyectos, muy fáciles de cumplir. Y así sucesivamente. Me encantaba lanzar este tipo de mensajes.

A pesar de esas mentirijillas, nunca tuve especiales problemas con los “productivos” de mi empresa. Obviamente, como ya he dicho, eso se debió a que, por suerte para ellos, yo vendía muy poco. Cuando tanto mis jefes como yo ya teníamos serias dudas sobre mi trayectoria comercial, hice una recapitulación general sobre las causas de la falta de éxito aparentemente inexplicable. Porque, desde luego, el andamiaje del discurso parecía muy consistentemente armado.

Este tipo de reflexión sobre resultados es conveniente hacerla en voz alta y con un becario delante. Mi becario fue un chico recién salido de la Facultad de Informática, al cual pusieron a mi lado, pobrecillo, para que aprendiera. Una vez a la semana nos sentábamos en el despacho para hacer un poquillo de brainstorming retrospectivo, examinando especialmente las visitas efectuadas en los últimos días. La primera alarma sonó cuando salió de su boca el siguiente comentario: “Me pareció genial lo que hiciste de comparar nuestra cifra de ventas de 2003 con la de 1927. Da una magnífica idea de solera en el negocio”.

¿Dije 1927?

Sí.

¿Y en qué moneda di la cifra?

En euros, claro.

La observación no domesticada del buen becario me dio qué pensar. Pocos días después, en una visita comercial rutinaria, repetimos la presentación ante otros interlocutores y, algo nervioso pero muy expectante, comparé el año 2003 con 1615 dando ambas cifras de negocio en reales de vellón. Como me temía, no hubo reacción perceptible por parte del auditorio. Al salir, el becario – implacable en su candidez - dictó sentencia: “Me parece que ya sé lo que pasa: no escuchan”. Le di una emocionada palmadita en el hombro, volvimos al despacho y al día siguiente presenté mi dimisión. Abandoné la consultoría tecnológica y pasé a dedicarme a la consultoría, a secas. Pensé que sería bueno dejar de lanzar mensajes de venta para sustituirlos por simples consejos.

Seré breve. La cosa no funcionó mucho mejor en esta nueva actividad  y, a no tardar, volví a sentir en mi pescuezo la amenaza del despido procedente. De hecho, no me cupo duda de que la carta final se estaba acercando cuando me anunciaron que un becario me daría soporte a partir de la siguiente semana. Se repitió el ritual del brainstorming y, a la segunda o tercera sesión, el chico diagnosticó: “Quizás te preocupas demasiado por saber lo que hace la gente con los consejos que les damos y dedicas excesivo tiempo a comprobar si los siguen. Ellos, de hecho, prefieren hacer las cosas cuando ya nos hemos ido… o no hacerlas, ¿qué sé yo?”.

Esta vez no me paré en 1615, año de publicación de la segunda parte de El Quijote, sino directamente en 1291, cuando el papa Pío II publicó la última Cruzada. Es una rápida y lógica asociación de ideas sin necesidad de mind mapping. Muchos consultores o consejeros no sabemos dirigirnos a nuestros clientes usando un lenguaje que respete las independencias de criterio y, sobre todo, que sea adecuado a la forma de captar que ellos tienen.  Cuando hemos dado nuestro consejo, tan convencidos estamos de su bondad que nos quedamos impertinentemente a verificar y, si conviene, a obligar su seguimiento. Exactamente como hacían los cruzados de Pío II en el siglo XIII: “O te conviertes o te mato. Por tu bien, claro”. Pero los posibles clientes sólo desean oír y ver. O no disponen de tiempo para más. Ya escucharán y mirarán cuando ellos decidan que pueden hacerlo. Y después, harán lo que les venga en gana. El lenguaje del consejo ha de adecuarse a esta disposición de ánimo.

¡Bendito becario! Gracias a su virginal candidez volví a cambiar de oficio y, desde entonces, soy publicista. Basta de mensajes y de consejos. Ahora hago directamente anuncios para la tele que la gente oye pero no escucha porque se levanta para ir a la cocina a preparase un bocata o se va al lavabo. También hago vallas exteriores que nadie mira detenidamente… pero todos las ven en la autopista y en la parada del autobús. Es un lenguaje distinto. Nada de mensajes ni de consejos aunque los presentadores televisivos repitan eso de “No se vayan, volvemos enseguida, tras unos minutos de…”. De anuncios.

Me gusta, además, como lo llaman aquí, sin tapujos retóricos: impactos. Y, por el momento, después de cuatro años, aún no me han hablado de ponerme un becario de soporte.